martes, 2 de diciembre de 2014

Y así puede ser la vida de un aspie - parte uno




UN ORNITORRINCO!!!
Por Marco Phillips
Y por años te preguntás: porqué algo parece no encajar?, seré yo o serán los demás?
Cuando yo era chico me apasionaban ciertos temas, mi tren eléctrico, mi mecano, aquellas cosas útiles o inútiles que podía coleccionar y organizar en patrones siempre lógicos y repetitivos, la lectura a velocidades escalofriantes, como si temiese que las letras desaparecieran en cualquier momento dejándome la tarea inconclusa de digerir lo que las páginas me contaban.
Los animales, estos eran por mucho mis favoritos, encabezados por supuesto por los gigantescos dinosaurios, sobre los que me empecinaba en memorizar hasta el último detalle.
Curiosamente, entre tantos seres que han compartido este planeta con nosotros siempre hubo un raro bichillo que captó mi atención, el ornitorrinco, me parecía increíble que fuese tan parecido y al mismo tiempo tan diferente de otros animales. Este animalillo extraño, lleno de particularidades me resultaba tan simpático e interesante simplemente por ser como era, único y original. Ahora recuerdo que en aquellos años decidí ser algo así como el defensor de los ornitorrincos, esto, sobre todo, porque no soportaba que las personas en su total y absurda ignorancia respecto a la “ornitorrinquez”, dijeran que tenía pico de pato o cola de castor, no señores, eso era inaceptable, el pico no era de pato, era de ornitorrinco y la cola, por más de castor que pareciera, era única y original de un ornitorrinco.
Si ya lo sé, obviamente esto a casi nadie le importaba, excepto a mí, ni siquiera a los propios ornitorrincos.
Pero dejemos mejor por un rato a los simpáticos animalitos retozando felices en algún arroyuelo de la muy lejana Australia y pasemos a otra historia, la mía.
DE NIÑO
Nací  de abuelos ricos, en una familia de clase media, en medio de un vecindario pobre, lo que me convertía, al igual que mis primos en “el nieto de don Andrés”, en otras palabras, “nene del barrio” por definición hereditaria, con todos los privilegios sociales que eso conlleva en un ambiente cerrado donde conocés y te conocen como a cualquier personaje de la telenovela del momento.
Mi padre, tipo sumamente inteligente quien, por misterios de su vida que nunca fueron de mi conocimiento, o que si lo fueron, no comprendí u olvidé, no llegó a contar con una educación superior y dedicó entonces su vida a arreglar con maestría casi mágica lo que los demás descomponían.
Mi madre, una maestra dedicada un poco más a sus relaciones sociales que al cuido de su prole, aunque nunca nos descuidó realmente, tampoco se preocupó demasiado por algunos aspectos de nuestras vidas, como ese eterno pie plano nunca corregido que hace que mis piernas tengan esa particular forma de paréntesis mal acomodados tan propia de ese padecimiento.
Dos hermanas a las que amo, a pesar que, en aquel momento y por la brecha entre sus juveniles años y mi peculiar niñez, se comportaran como las típicas adolescentes para las cuales yo, su pequeño hermanito, era en aquel momento algo igual de molesto y mucho menos adorable que el cachorro de la casa.
Un completo zoológico de abuelos, tíos, primos, vecinos, conocidos, personas anónimas siempre presentes y todo tipo de personajes anexos terminaban de construir aquel cuadro un tanto impresionista, y bastante molesto para quien escribe, de personajes que constituían el entorno ruidoso y falto de sentido  del cual siempre estaba más que dispuesto a escapar, refugiándome en la inexpugnable fortaleza de mi habitación, armado de mis juguetes y libros como arsenal para la batalla contra los que quisieran obligarme a salir de mi cómodo castillo.
De alguna forma mi constante destierro por ostracismo autoimpuesto cumplía a cabalidad sus fines, dado que la mayoría perdió el interés en aquel niño casi ermitaño, perfecto!
Con la ayuda de mi mejor amigo, mi abuelo materno, hombre bueno, maestro de las historias y cuentos, dibujante insigne, encontré como evolucionar alejado de aquel carnaval retorcido que nunca llegué a comprender totalmente, pero que siempre me molestó por razones que un chico de esas edades no estaría jamás interesado en someter a análisis.
El abuelo me enseñó mucho y todavía más, a los cuatro años sabía leer, escribir, el reloj, los misterios de las sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, el dibujo y la pintura, aunque estos últimos nunca pasaron más allá del conocimiento teórico debido a esta tremenda torpeza motora que me hacía imaginarme un brioso corcel y dibujar una vaca semipaquidérmica y desproporcionada que acababa aún más retorcida en el fondo del basurero.
Pues sí, ese fue mi abuelo, mi mentor y compañero, consejero, gurú y genio, siempre dispuesto a llenar mi tiempo, desde aquella silla de ruedas en la que parecía volar, con cuentos, ciencia, historia y conocimiento que parecía adherirse a mis neuronas con una inimaginable fuerza. Entonces no entendía aún porqué sentía dentro de mi joven cerebrito esa necesidad insaciable de saber más y más de todo, aunque se tratase de conocimientos de poca o ninguna relevancia para el resto del mundo.
Con él aprendí, escritura, lectura, números, ciencia, todo esto que me era tan lógico y comprensible, era el mundo donde yo podía vivir en medio de la paz y la felicidad de estar a mis anchas, aprendiendo, devorando conocimiento, comiéndome los libros como si fueran el más delicioso manjar, mientras disfrutaba el no tener a nadie cerca metiéndose en mis asuntos y perturbando la paz de mi universo, al menos esa paz externa porque dentro de mi cerebro giraba un gigantesco torbellino de palabras, escenarios formas y colores. Me pregunto qué pensarían entonces aquellos que me rodeaban si les hubiese brindado la oportunidad de asomarse por un momento a ese tumulto de ideas, supongo que el diagnóstico de locura sería inmediato e inapelable.
En aquel mundo dominado por lo interno y aislado de lo ,mi mayor conexión con lo físico eran mis colecciones y juguetes, sobre todo mi tren, ese trencito eléctrico de origen alemán tan detallado y maravilloso, que me fascinaba desensamblar y ensamblar, con precisión de neurocirujano, una y otra vez, que me regalaron en mis quintas Navidades como solo un círculo de línea férrea, una máquina y dos carros y que creció con el tiempo convirtiéndose  en la versión bonzai de un consorcio ferrocarrilero internacional, debido a la compra de más y más componentes, y es que para mí nunca estaría completo, siempre faltaría una pieza más.
Mi tren!, creo que este probablemente será para siempre el acontecimiento más traumático de mi vida, superando por mucho un accidente automovilístico o el divorcio. Recuerdo ese día con una rabia y dolor indescriptibles, yo tenía doce años, mi madre determinó que era “muy grande” para jugar con trenes y puso en manos de mi sobrino mayor, de solo dos años, el tesoro más grande que yo tenía. Así tuve que observar con toda la rabia, con todo el dolor, en impotente silencio, como el niño, en solo dos días, destrozó lo que yo tenía como mi más preciada posesión en esta tierra hasta convertirla en pequeños trozos inservibles de chatarra. Soy sincero, amé mucho a mi madre pero hoy, siete años después de su muerte, sigo sin encontrar forma de perdonar este hecho y estoy seguro que nunca podré encontrarla.
Pero vamos de nuevo un poco atrás, dos hechos se conjugan para cambiar mi vida y hacerme enfrentar el horror y la angustia de un cambio terrible en el caos exterior que amenaza callada y solapadamente mi paraíso; primero, mi abuelo materno, “Papacito”, como yo le llamaba, sucumbe ante su enfermedad y fallece dejándome solo en manos de un séquito de personas quienes, a pesar de su cercanía familiar, no tenían cabida alguna en mi verdadero mundo, ese que se encontraba en mi cerebro y del cual solo mi viejito tenía alguna noción de su existencia.
La segunda circunstancia, que casi me hace entrar en pánico total, estoy matriculado en un jardín de niños, un temible jardín de niños, un lugar  lleno de extraños con los que debo pasar muchas horas a al día, donde debo comportarme de acuerdo a un set de reglas que no creo poder entender y manejar, un páramo terrible y amenazador donde no tendré el refugio de mis libros, mis  cosas, mi cuarto.
Diré la verdad, ese año lo tengo en blanco, no recuerdo casi nada de ese período, solamente algunos muy vagos espejismos me hacen suponer que estuve en ese lugar. Lo único que sé es que tenía que defenderme, no podía salir donde ellos, no podía dejarlos entrar, solo había un remedio, cerré toda vía de comunicación, me convertí en una ostra, en un niño aislado de los demás, temeroso de que quisieran tomarme en cuenta para algo y furioso cuando lo hacían. En aquel momento empecé a desarrollar lo que se convertiría en una de mis principales características el resto de mi vida, al verme solo, enfrentado a ese ambiente extraño, recargado y desagradable, lleno de personas que solamente quería alejar de mí, descubrí como la agresividad puede ser una muy efectiva arma para ser dejado en paz, tal vez no es la mejor, pero estoy seguro que funciona de maravilla.
Pues el año terminó sin pena ni gloria dejándome un vacío total.
Paso a una nueva etapa, la escuela, por supuesto que fui matriculado en la institución donde mi madre trabajaba como maestra, mala idea, muy mala idea, me pusieron sin quererlo en el punto justo para ser blanco del aún no llamado así, pero eternamente existente bullying. Resulta que, por el conocimiento adquirido de mis lecturas y el ser poseedor de una lógica pasmosa, un sentido común poco común y un tremendo poder de análisis, mis calificaciones eran simplemente las mejores. Mi maestra, buena educadora, comprensiva, inteligente y conocedora, me convertiría pronto en su alumno estrella, algo que no cambiaría durante todos mis años de escuela, y llenaría constantemente sus conversaciones con padres y colegas divulgando mis supuestos logros académicos.
Resumen, era el chico genio de la escuela, el sabelotodo insufrible, el que cuando hablaba solía aplastar con sus argumentos a los demás, hijo de una maestra, preferido de otra y de la directora, nieto del ricachón del barrio y quien, seguramente por pretencioso y engreído, según muchos, no le hablaba a nadie en el vecindario, quieren un mejor cliente para el acoso?
Ahora me divierte pensarlo pero, como decimos en estas tierras, tenía “todos los números” para sacarme la rifa y los acosadores lo sabían muy bien. Yo, a decir verdad, no entendía porqué se me atacaba, no creía haber hecho nada para merecerlo y en ocasiones ni siquiera me daba cuenta del ataque si este no tenía connotaciones físicas o el escarnio público.
Recuerdan la propensión a actuar agresivamente que desarrollé en mi primer año escolar? pues aquí la perfeccioné, simplemente cualquier ataque, o alguna acción  que fuera considerada como tal, era inmediata y violentamente respondido, en uno de esos episodios me ganaría, muy vergonzosa y merecidamente, el sobrenombre que me acompañaría el resto de mi vida, Tiburón, esto por una dentellada salvaje que propiné a un compañero cuando, por tener mis manos ocupadas, no encontré mejor forma de expresarme. Supongo que al percatarse de que, si no se me acercaban a molestarme, yo era totalmente inofensivo, prefirieron buscarse víctimas más propicias y fui dejado en paz.
Y así transcurrió mi escuela, solo, aislado, asistiendo a que me enseñaran lo que ya sabía, con excelentes calificaciones que parecían importarle mucho más  a los demás que a mí, en una relativa calma, donde el aburrimiento cotidiano era compensado por el sinfín de escenarios e historias que traía en mi cerebro desde pequeño y que aquí aprendí  a hacer crecer, convirtiéndolas en una saga tan imponente como la de Harry Potter, aunque obviamente no tan conocida ya que nunca ni siquiera se escribió.
(después sigo con mi emocionante adolescencia, cientos de amigos y fiestas ...jajaja ... obvio que eso es mentira)

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