UN
ORNITORRINCO!!!
Por Marco Phillips
Y por años te preguntás: porqué algo parece no encajar?, seré yo o serán
los demás?
Cuando yo era chico me apasionaban ciertos temas, mi tren eléctrico, mi
mecano, aquellas cosas útiles o inútiles que podía coleccionar y organizar en
patrones siempre lógicos y repetitivos, la lectura a velocidades
escalofriantes, como si temiese que las letras desaparecieran en cualquier
momento dejándome la tarea inconclusa de digerir lo que las páginas me
contaban.
Los animales, estos eran por mucho mis favoritos, encabezados por
supuesto por los gigantescos dinosaurios, sobre los que me empecinaba en memorizar
hasta el último detalle.
Curiosamente, entre tantos seres que han compartido este planeta con
nosotros siempre hubo un raro bichillo que captó mi atención, el ornitorrinco,
me parecía increíble que fuese tan parecido y al mismo tiempo tan diferente de
otros animales. Este animalillo extraño, lleno de particularidades me resultaba
tan simpático e interesante simplemente por ser como era, único y original.
Ahora recuerdo que en aquellos años decidí ser algo así como el defensor de los
ornitorrincos, esto, sobre todo, porque no soportaba que las personas en su
total y absurda ignorancia respecto a la “ornitorrinquez”, dijeran que tenía
pico de pato o cola de castor, no señores, eso era inaceptable, el pico no era
de pato, era de ornitorrinco y la cola, por más de castor que pareciera, era
única y original de un ornitorrinco.
Si ya lo sé, obviamente esto a casi nadie le importaba, excepto a mí, ni
siquiera a los propios ornitorrincos.
Pero dejemos mejor por un rato a los simpáticos animalitos retozando felices
en algún arroyuelo de la muy lejana Australia y pasemos a otra historia, la
mía.
DE NIÑO
Nací de abuelos ricos, en una familia de clase media, en medio de
un vecindario pobre, lo que me convertía, al igual que mis primos en “el nieto
de don Andrés”, en otras palabras, “nene del barrio” por definición
hereditaria, con todos los privilegios sociales que eso conlleva en un ambiente
cerrado donde conocés y te conocen como a cualquier personaje de la telenovela
del momento.
Mi padre, tipo sumamente inteligente quien, por misterios de su vida que
nunca fueron de mi conocimiento, o que si lo fueron, no comprendí u olvidé, no
llegó a contar con una educación superior y dedicó entonces su vida a arreglar
con maestría casi mágica lo que los demás descomponían.
Mi madre, una maestra dedicada un poco más a sus relaciones sociales que
al cuido de su prole, aunque nunca nos descuidó realmente, tampoco se preocupó
demasiado por algunos aspectos de nuestras vidas, como ese eterno pie plano
nunca corregido que hace que mis piernas tengan esa particular forma de
paréntesis mal acomodados tan propia de ese padecimiento.
Dos hermanas a las que amo, a pesar que, en aquel momento y por la
brecha entre sus juveniles años y mi peculiar niñez, se comportaran como las
típicas adolescentes para las cuales yo, su pequeño hermanito, era en aquel
momento algo igual de molesto y mucho menos adorable que el cachorro de la
casa.
Un completo zoológico de abuelos, tíos, primos, vecinos, conocidos,
personas anónimas siempre presentes y todo tipo de personajes anexos terminaban
de construir aquel cuadro un tanto impresionista, y bastante molesto para quien
escribe, de personajes que constituían el entorno ruidoso y falto de
sentido del cual siempre estaba más que dispuesto a escapar, refugiándome
en la inexpugnable fortaleza de mi habitación, armado de mis juguetes y libros
como arsenal para la batalla contra los que quisieran obligarme a salir de mi
cómodo castillo.
De alguna forma mi constante destierro por ostracismo autoimpuesto cumplía
a cabalidad sus fines, dado que la mayoría perdió el interés en aquel niño casi
ermitaño, perfecto!
Con la ayuda de mi mejor amigo, mi abuelo materno, hombre bueno, maestro
de las historias y cuentos, dibujante insigne, encontré como evolucionar alejado
de aquel carnaval retorcido que nunca llegué a comprender totalmente, pero que
siempre me molestó por razones que un chico de esas edades no estaría jamás
interesado en someter a análisis.
El abuelo me enseñó mucho y todavía más, a los cuatro años sabía leer,
escribir, el reloj, los misterios de las sumas, restas, multiplicaciones y
divisiones, el dibujo y la pintura, aunque estos últimos nunca pasaron más allá
del conocimiento teórico debido a esta tremenda torpeza motora que me hacía
imaginarme un brioso corcel y dibujar una vaca semipaquidérmica y
desproporcionada que acababa aún más retorcida en el fondo del basurero.
Pues sí, ese fue mi abuelo, mi mentor y compañero, consejero, gurú y
genio, siempre dispuesto a llenar mi tiempo, desde aquella silla de ruedas en
la que parecía volar, con cuentos, ciencia, historia y conocimiento que parecía
adherirse a mis neuronas con una inimaginable fuerza. Entonces no entendía aún
porqué sentía dentro de mi joven cerebrito esa necesidad insaciable de saber
más y más de todo, aunque se tratase de conocimientos de poca o ninguna
relevancia para el resto del mundo.
Con él aprendí, escritura, lectura, números, ciencia, todo esto que me
era tan lógico y comprensible, era el mundo donde yo podía vivir en medio de la
paz y la felicidad de estar a mis anchas, aprendiendo, devorando conocimiento,
comiéndome los libros como si fueran el más delicioso manjar, mientras
disfrutaba el no tener a nadie cerca metiéndose en mis asuntos y perturbando la
paz de mi universo, al menos esa paz externa porque dentro de mi cerebro giraba
un gigantesco torbellino de palabras, escenarios formas y colores. Me pregunto
qué pensarían entonces aquellos que me rodeaban si les hubiese brindado la
oportunidad de asomarse por un momento a ese tumulto de ideas, supongo que el
diagnóstico de locura sería inmediato e inapelable.
En aquel mundo dominado por lo interno y aislado de lo ,mi mayor
conexión con lo físico eran mis colecciones y juguetes, sobre todo mi tren, ese
trencito eléctrico de origen alemán tan detallado y maravilloso, que me
fascinaba desensamblar y ensamblar, con precisión de neurocirujano, una y otra
vez, que me regalaron en mis quintas Navidades como solo un círculo de línea
férrea, una máquina y dos carros y que creció con el tiempo convirtiéndose
en la versión bonzai de un consorcio ferrocarrilero internacional, debido a la
compra de más y más componentes, y es que para mí nunca estaría completo,
siempre faltaría una pieza más.
Mi tren!, creo que este probablemente será para siempre el
acontecimiento más traumático de mi vida, superando por mucho un accidente
automovilístico o el divorcio. Recuerdo ese día con una rabia y dolor
indescriptibles, yo tenía doce años, mi madre determinó que era “muy grande”
para jugar con trenes y puso en manos de mi sobrino mayor, de solo dos años, el
tesoro más grande que yo tenía. Así tuve que observar con toda la rabia, con
todo el dolor, en impotente silencio, como el niño, en solo dos días, destrozó
lo que yo tenía como mi más preciada posesión en esta tierra hasta convertirla
en pequeños trozos inservibles de chatarra. Soy sincero, amé mucho a mi madre
pero hoy, siete años después de su muerte, sigo sin encontrar forma de perdonar
este hecho y estoy seguro que nunca podré encontrarla.
Pero vamos de nuevo un poco atrás, dos hechos se conjugan para cambiar
mi vida y hacerme enfrentar el horror y la angustia de un cambio terrible en el
caos exterior que amenaza callada y solapadamente mi paraíso; primero, mi
abuelo materno, “Papacito”, como yo le llamaba, sucumbe ante su enfermedad y
fallece dejándome solo en manos de un séquito de personas quienes, a pesar de
su cercanía familiar, no tenían cabida alguna en mi verdadero mundo, ese que se
encontraba en mi cerebro y del cual solo mi viejito tenía alguna noción de su
existencia.
La segunda circunstancia, que casi me hace entrar en pánico total, estoy
matriculado en un jardín de niños, un temible jardín de niños, un lugar
lleno de extraños con los que debo pasar muchas horas a al día, donde debo
comportarme de acuerdo a un set de reglas que no creo poder entender y manejar,
un páramo terrible y amenazador donde no tendré el refugio de mis libros,
mis cosas, mi cuarto.
Diré la verdad, ese año lo tengo en blanco, no recuerdo casi nada de ese
período, solamente algunos muy vagos espejismos me hacen suponer que estuve en
ese lugar. Lo único que sé es que tenía que defenderme, no podía salir donde
ellos, no podía dejarlos entrar, solo había un remedio, cerré toda vía de
comunicación, me convertí en una ostra, en un niño aislado de los demás,
temeroso de que quisieran tomarme en cuenta para algo y furioso cuando lo
hacían. En aquel momento empecé a desarrollar lo que se convertiría en una de
mis principales características el resto de mi vida, al verme solo, enfrentado
a ese ambiente extraño, recargado y desagradable, lleno de personas que
solamente quería alejar de mí, descubrí como la agresividad puede ser una muy
efectiva arma para ser dejado en paz, tal vez no es la mejor, pero estoy seguro
que funciona de maravilla.
Pues el año terminó sin pena ni gloria dejándome un vacío total.
Paso a una nueva etapa, la escuela, por supuesto que fui matriculado en
la institución donde mi madre trabajaba como maestra, mala idea, muy mala idea,
me pusieron sin quererlo en el punto justo para ser blanco del aún no llamado
así, pero eternamente existente bullying. Resulta que, por el conocimiento
adquirido de mis lecturas y el ser poseedor de una lógica pasmosa, un sentido
común poco común y un tremendo poder de análisis, mis calificaciones eran
simplemente las mejores. Mi maestra, buena educadora, comprensiva, inteligente
y conocedora, me convertiría pronto en su alumno estrella, algo que no
cambiaría durante todos mis años de escuela, y llenaría constantemente sus
conversaciones con padres y colegas divulgando mis supuestos logros académicos.
Resumen, era el chico genio de la escuela, el sabelotodo insufrible, el
que cuando hablaba solía aplastar con sus argumentos a los demás, hijo de una
maestra, preferido de otra y de la directora, nieto del ricachón del barrio y
quien, seguramente por pretencioso y engreído, según muchos, no le hablaba a
nadie en el vecindario, quieren un mejor cliente para el acoso?
Ahora me divierte pensarlo pero, como decimos en estas tierras, tenía
“todos los números” para sacarme la rifa y los acosadores lo sabían muy bien.
Yo, a decir verdad, no entendía porqué se me atacaba, no creía haber hecho nada
para merecerlo y en ocasiones ni siquiera me daba cuenta del ataque si este no
tenía connotaciones físicas o el escarnio público.
Recuerdan la propensión a actuar agresivamente que desarrollé en mi
primer año escolar? pues aquí la perfeccioné, simplemente cualquier ataque, o
alguna acción que fuera considerada como tal, era inmediata y
violentamente respondido, en uno de esos episodios me ganaría, muy vergonzosa y
merecidamente, el sobrenombre que me acompañaría el resto de mi vida, Tiburón,
esto por una dentellada salvaje que propiné a un compañero cuando, por tener
mis manos ocupadas, no encontré mejor forma de expresarme. Supongo que al
percatarse de que, si no se me acercaban a molestarme, yo era totalmente
inofensivo, prefirieron buscarse víctimas más propicias y fui dejado en paz.
Y así transcurrió mi escuela, solo, aislado, asistiendo a que me
enseñaran lo que ya sabía, con excelentes calificaciones que parecían
importarle mucho más a los demás que a mí, en una relativa calma, donde
el aburrimiento cotidiano era compensado por el sinfín de escenarios e
historias que traía en mi cerebro desde pequeño y que aquí aprendí a
hacer crecer, convirtiéndolas en una saga tan imponente como la de Harry
Potter, aunque obviamente no tan conocida ya que nunca ni siquiera se escribió.
(después
sigo con mi emocionante adolescencia, cientos de amigos y fiestas ...jajaja ...
obvio que eso es mentira)
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